Tenemos que darle las gracias a Podemos, aunque sus más críticos lo pongan un día a parir y el otro también.
A pesar de sus extravagantes numeritos políticos —o, mejor, gracias a ellos—, el partido de Pablo Iglesias canaliza una serie de frustraciones populares que, si no, no hallarían cauce alguno dentro de los partidos tradicionales y se manifestarían abruptamente y quizás hasta con violencia.
Eso sucede en otros países. No hay más que verlo en la vecina Francia, donde un partido extremista, el de Marine Le Pen, está a un paso de hacerse con la presidencia mientras sus oponentes de la izquierda más radical pretenden partirle personalmente la cara en sus mítines.
No se trata de ninguna metáfora. En otros Parlamentos europeos —los últimos, Ucrania y Moldavia— los diputados nacionales se lían a mamporros en vez de a argumentos dialécticos, en unas algaradas que aquí solo ocurren entre algunos padres de los equipos del fútbol base.
Es que la violencia y otras manifestaciones primitivas de la especie están en nuestros genes y no son fáciles de extirpar. Precisamente para controlarlos surgieron el parlamentarismo, los partidos políticos, las elecciones y otras formas de confrontación civilizada de ideas. ¿Que Podemos las eleva hasta el esperpento con manifas, autobuses, tertulias, mociones y otras actuaciones más propias de la farándula? ¿Y qué? ¿Qué mal hace como no sea el privarnos de alborotos sin control y con el riesgo de resultados imprevisibles?
En España, gracias a tipos como los dirigentes de Podemos y del Partido Popular —sí, el mismo de la corrupción generalizada y rampante de estos últimos años—, se ha evitado el que surjan grupos extremistas de izquierdas y de derechas que en otros países europeos constituyen ya una amenaza real a la convivencia y hasta al futuro democrático de parte del continente.
O sea, que aun deberíamos felicitarnos por ello.
Enrique Arias Vega | Escritor, periodista y economista | @enrarias