El MuVIM abre al público la muestra ‘La revuelta de la razón. Joyas de la Biblioteca del MuVIM’

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Cuentan que, cuando una dama de la aristocracia se negó a creer que la obra de los ilustrados hubieron tenido algo a ver con la Revolución francesa, el escocés Thomas Carlyle, señalando los volúmenes de l’Encyclopédie, le espetó: “¿ve usted esos libros, señora mía? ¡Pues la segunda edición de cada cual de ellos se encuadernó con la piel de los que se habían reído de la primera!”.

A estas alturas nadie duda que las revoluciones americana y francesa, que cambiaron el mundo de forma irreversible, fueron precedidas por una “revolución de la mente”: un lento pero progresivo cambio de ideas que tuvo lugar a lo largo de los siglos XVII y XVIII propiciado por diferentes libros escritos por los llamados philosophes: pensadores que querían cambiar el mundo a través de la razón propagando ideas tan “revolucionarias” como la de la igualdad de todos los hombres y mujeres. Todo un anatema en un mundo estamental y jerárquico donde algunos (la aristocracia) disfrutaban de una riqueza y de unos privilegios negados a la mayoría (la plebe) y donde los reyes lo eran por designio divino.

Acabar con los opresores, los fanáticos y los intolerantes

La idea inicial era preparar una versión francesa de la Cyclopaedia de Ephraim Chambers (1728), que había sido todo un éxito de ventas en Inglaterra. Pero después de diferentes avatares que echaron a perder la idea original, el editor André Le Breton encomendó la empresa a Diderot y d’Alembert, que transformaron por completo el proyecto.

Cartel del programa.

“La finalidad de una enciclopedia (se llama a la misma Encyclopédie) es reunir los conocimientos dispersos por la faz de la tierra, exponer el sistema general en los hombres con quienes convivimos y transmitirlo a los hombres que vendrán después de nosotros”. Esa era la intención declarada de la obra. Pero había, también, propósitos más sibilinos: en una carta escrita en 1762 a Sophie Volland, Diderot afirmaba que “esta obra seguramente producirá con el tiempo una revolución en las mentes, y espero que los tiranos, los opresores, los fanáticos y los intolerantes no ganan. Habremos servido a la humanidad”.

Al principio fue Descartes

Todo empezó en realidad un siglo antes, cuando René Descartes publicó su ‘Discurso sobre el método’ (1637). Allí afirmaba que no se creería nada si no había llegado él mismo a la conclusión de que era cierto. Ahora parece una sandez, pero entonces era una idea peligrosa, porque quería decir que no se fiaba de lo que habían dicho otros antes de él, ya fueran Aristóteles, Cicerón o Séneca. O la Biblia, por ejemplo. Aquel principio podía conducir a la herejía.

Pero aquella máxima cartesiana tenía sentido en el contexto histórico en que se formuló: en el siglo XVII Europa se desangraba en guerras de religión, donde se mataban entre ellos cristianos que aseguraban creer en el mismo Dios y leer las mismas escrituras reveladas. Para asegurar la paz civil era imprescindible, pues, encontrar un método adecuado para descubrir una verdad indudable que todos pudieran aceptar. “Todo mi propósito —aseguraba Descartes— era buscar una base segura y rechazar la tierra movediza y la arena para encontrar la roca o la arcilla”.

Aquellas diferencias religiosas que se expresaban violentamente incluso dentro de cada país explican también la decidida apuesta que otro filósofo inglés, John Locke, hizo a favor de la tolerancia religiosa y, sobre todo, de la separación entre Iglesia y Estado, como dejó escrito a su Carta sobre la tolerancia (1689).

Un movimiento también político

Se trataba, pues, de reorganizar el mundo atendiendo exclusivamente a principios racionales. La enciclopedia de Diderot y d’Alembert buscaba ofrecer una visión racional, no teológica, del mundo y de la vida. Pero la Ilustración no era una cuestión meramente intelectual ni cosa de cuatro eruditos: era un movimiento reformista que postulaba el igualitarismo jurídico y que defendía la aplicación de principios racionales para mejorar la vida de la gente en este mundo, no en el más allá. Esto era el progreso. La Ilustración fue, por lo tanto, un movimiento decididamente político, no neutral, con una clara voluntad intervencionista en la sociedad y en la política.

Pestífera filosofía

Es evidente que no todo el mundo quería que las cosas cambiaran. Fueron precisamente los intentos de racionalizar la religión (depurándola de prácticas supersticiosas y limitando su influencia sobre la sociedad civil) lo que más enfureció los apologetas cristianos, que se lanzaron en tromba a combatir las innovadoras ideas de aquella filosofía que no dudaron a calificar de “impía” y “pestífera” porque amenazaba “reyes, autoridades y religión”, como se decía en una obra titulada Preservativo contra la irreligión o Los planes de la filosofía contra la religión y el Estado, que ahora se puede ver en la exposición, ubicada en la Sala Baja del MuVIM.

La modernidad nació, pues, partida desde el principio en dos mitades difícilmente reconciliables: la de aquellos que querían cambiar las cosas y la de los que se oponían frontalmente. De hecho, para Marc Borràs, comisario de la muestra, “la historia del siglo XIX y XX es la historia del enfrentamiento, muchas veces violento, entre estas dos grandes facciones (liberales y serviles, exaltados y reaccionarios, demócratas y totalitarios, conservadores y progresistas), que finalmente aprendieron a convivir pacíficamente en democracia sin tener que renunciar cada cual en sus ideas”.

Por su parte Glòria Tello, diputada del MuVIM asegura que “por eso es tan importante preservar la democracia, porque es la única fórmula que asegura la convivencia pacífica entre gente que piensa de manera muy diferente”.

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