Hace tiempo que la rebelión social no es urgida por las masas depauperadas, si es que alguna vez lo fue. Es verdad, no obstante, que estaban los sans-culottes en la toma de La Bastilla o que a Evita le gustaba hablar de sus pobres descamisados. En tal caso, ésas son historias del pasado.
La primera revuelta que presencié personalmente, la de Mayo del 68 en París, la protagonizaban unos estudiantes que tenían un nivel de vida muchísimo más alto que nosotros, pobrecitos españoles. Aquellos eslóganes de ¡pidamos lo imposible! o ¡queremos todo y lo queremos ahora! reflejan el máximo nivel de exigencia de unos jóvenes a los que no les faltaba casi nada.
Desde entonces, hasta las últimas manifestaciones de Ecuador, casi todas las asonadas han sido así, porque uno no sabe aquello de lo que carece hasta que empieza a tenerlo. Y si me he referido a las revueltas de Quito es porque cuando conocí la ciudad hace cincuenta años, continuaba siendo un tranquilo enclave colonial del siglo XVI, sin conciencia de su absoluta pobreza. Ahora, en cambio, quiere parecerse a un resort vacacional norteamericano, con una creciente clase media que aspira a vivir, y con razón, muchísimo mejor.
Eso es válido, en una u otra medida —ya sé que intervienen muchísimos más factores— para la llamada primavera árabe, para las convulsiones de América Latina o para los movimientos secesionistas europeos: no se rebelan los pobres sobreexplotados, no, sino aquéllos que tienen conciencia, medios y posibilidades para no serlo o para participar ellos también en el reparto de la riqueza que se genera.
De alguna manera es lo mismo que aconteció en muchos movimientos de emancipación colonial de varios continentes: que quienes habían encabezado las revueltas fueron luego tan sátrapas y tan explotadores al menos como las viejas potencias coloniales. Y algunos países, por desgracia, aún siguen padeciendo ese lamentable estado de cosas.
[ Enrique Arias Vega | Escritor, periodista y economista | @EnriqueAriasVeg ]