A falta de 9:08, los datos dibujaban un guion cómodo: 61-42 para Valencia Basket. Fiebich acababa de anotar dos tiros libres y el Roig Arena respiraba con la certeza de quien cree haber hecho los deberes. En ese momento, el partido estaba en manos de la estadística: +19, ritmo controlado, Zaragoza obligado a remar contracorriente

Lo que nadie veía aún era que ese 61-42 no era una cima, sino el borde del precipicio.
Desde ahí hasta el final: 2 puntos del Valencia, 28 del Casademont Zaragoza. Parcial demoledor: 2-28. Marcador final: 63-70.
Anatomía de un derrumbe: posesión a posesión
El play by play del último cuarto es casi un poema trágico.
Valencia arranca el periodo con inercia positiva: Buenavida suma tres puntos (tiro libre y bandeja) para subir a 59-40. Fiebich añade otros dos desde la línea para el famoso 61-42. Ahí se acaba el baloncesto taronja.
A partir de ese instante, el relato estadístico se convierte en un parte de guerra:
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triples fallados de Romero y Araujo,
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bandejas sencillas de Buenavida y Fam que no entran,
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tiros cortos de Fiebich y Queralt que se quedan en el hierro,
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y, sobre todo, una secuencia de ataques sin pase final, sin ventaja y sin lectura.
Mientras tanto, Zaragoza empieza a sumar con una lógica cruel:
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triple de Laia Flores que parece intrascendente pero abre la grieta,
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canastas de Merritt Cánamo desde media distancia,
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bandejas en conducción de Carla Leite que se clava una y otra vez en la pintura taronja,
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Vorackova apareciendo justo donde duele,
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y Mariona Ortiz firmando un triple frontal que empata el partido a 61 y cambia definitivamente el aire del Roig Arena.
Lo que para Valencia es un goteo de fallos, para Zaragoza es una ascensión ordenada.

Los datos clave del colapso
Si se miran solo los números globales, podría parecer un partido igualado: ambos equipos lanzan 25/69 en tiros de campo (36,2%), iguales porcentajes de dos, malos en el triple, porcentajes discretos en libres.
Pero el basket no se juega en promedio, se juega en secuencias. Y ahí Valencia se desintegra:
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Del 61-42 al 63-70, el Valencia:
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solo anota una canasta en juego (la bandeja de Romero a 8 segundos, cuando todo está perdido),
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falla casi todo lo que tira: tiros cortos, triples liberados, entradas forzadas,
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no consigue ni un solo tiro cómodo en estático,
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vive de impulsos individuales, sin rastro del juego fluido de los tres primeros cuartos.
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En paralelo, Zaragoza:
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convierte casi cada buena posesión en puntos,
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fuerza faltas, vive del tiro libre y castiga cada mala decisión taronja,
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domina el rebote defensivo en el tramo decisivo: Hempe, Fingall y Vorackova cierran el aro mientras Valencia acumula frustración.
El resultado emocional de esos números es evidente: Valencia deja de jugar, Zaragoza deja de dudar.

El contraste de liderazgos: Leite contra todas
Las hojas de estadísticas son especialmente duras en la comparación de las referencias:
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Carla Leite termina con 23 puntos, 64% en tiros, +17 en el +/- y la firma indeleble de quien decide un partido. En el último cuarto, cada vez que el marcador pedía una jugada grande, la francesa respondió: bandeja para poner a tiro, otra para pasar por delante, triple para abrir brecha, tiros libres para rematar.
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En el otro lado, Valencia reparte responsabilidades pero nadie sostiene el edificio:
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Fiebich acaba con 14 puntos, pero se diluye en el momento crítico y acumula un –11.
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Romero, que había entendido bien el partido durante tres cuartos, ve cómo sus tiros cortos se apagan y sus penetraciones ya no encuentran hueco.
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Casas y Araújo trabajan, rebotean, se multiplican… pero sus tiros decisivos no entran.
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Alexander, que ya había errado varios lanzamientos sencillos en la primera parte, llega al tramo final sin confianza.
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La estadística fría lo resume de forma implacable: Zaragoza tiene una brújula en pista. Valencia, no.

Rebound, esfuerzo y señales de alarma
El rebote es otro espejo incómodo:
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Valencia: 38 rebotes (8 ofensivos)
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Zaragoza: 48 rebotes (11 ofensivos)
En los minutos clave, es un monólogo aragonés: rebotes defensivos de Hempe y Vorackova, segundas oportunidades convertidas en puntos, segundas oportunidades de Valencia desperdiciadas una y otra vez.
Si se cruzan estos datos con la producción ofensiva, aparece una tendencia preocupante:
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el equipo taronja depende demasiado del acierto temprano,
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cuando el físico baja, la estructura táctica no sujeta,
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el rebote deja de ser herramienta y se convierte en síntoma de cansancio.
No es solo una mala noche. Es un patrón que la estadística empieza a dibujar con trazo grueso.

Más que una derrota: un aviso escrito en números
La catástrofe del 61-42 al 63-70 no es un simple colapso emocional, es una ecuación completa:
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caída del acierto,
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desaparición del pase extra,
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pérdida de control del rebote,
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incapacidad para generar ventajas en estático,
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liderazgo rival muy claro frente a un liderazgo propio difuso.
La estadística no entiende de fantasmas, pero los números de este partido dejan uno flotando sobre el Roig Arena: si Valencia no corrige esta tendencia a la baja en los finales igualados, el problema dejará de ser un accidente doloroso para convertirse en identidad.
Y eso, exactamente eso, es lo que hace tan alarmante este 63-70. No es solo un marcador. Es un espejo. Y no devuelve la imagen de un equipo que se cae un día: devuelve la de un equipo que, cuando se apaga, se apaga entero.





















