Raúl Incertis: “No podía más. El agotamiento te lleva a tomar malas decisiones, y allí no nos podemos permitir fallar”

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"Tras cuatro meses en guardia permanente, atendiendo heridos entre bombardeos y escasez extrema, el médico valenciano regresa roto por el cansancio y la crudeza de lo vivido."

Dr Raúl Incertis/Foto propia HN.

Hay héroes que no llevan capa ni salen en películas, sino que visten bata blanca y se enfrentan al horror con sus propias manos. Raúl Incertis Jarillo, médico valenciano, ha regresado por segunda vez de Gaza, exhausto tras cuatro meses en guardia permanente, salvando vidas en medio de bombas, hambre y dolor indescriptible. Hace apenas siete días que volvió a casa, pero las imágenes que ha visto lo acompañarán siempre: heridas de bala imposibles, niños destrozados por la guerra, hospitales sin luz ni medicinas. Su historia no es solo la de un médico, sino la de un hombre que eligió no mirar a otro lado y se convirtió en héroe a base de humanidad y resistencia.

Para mí, Raúl no es solo un médico admirable; es como un segundo hijo. Lo conozco desde que tenía seis o siete años, cuando jugaba en casa con mi hijo. Nuestras familias han compartido décadas de amistad, veranos, celebraciones y, sobre todo, la alegría de verlo crecer. Nunca imaginé que aquel niño de mirada curiosa y noble terminaría entrando dos veces en uno de los lugares más peligrosos del planeta para salvar vidas.

Cuando le pregunto por su regreso, responde sin grandilocuencias: —“Significa reconocer que soy humano. Me negaba a salir de allí. Podía hacerlo porque mi pasaporte me lo permite, y a mis sacrificados y grandes profesionales, compañeros, no. Volver no fue fácil, pero el cuerpo y la mente me pedían un alto”.

En Valencia puede dormir sin sobresaltos, caminar sin oír explosiones… pero confiesa que “parte de mí sigue allí, en esas salas abarrotadas, junto a compañeros que aún están aguantando”.

Su permanencia fue excepcional. “Lo normal en los cooperantes en mi posición es estar uno o dos meses. Nunca, en casos tan extremos, se permanece tanto como lo he hecho yo”. Ese empeño tuvo un precio: “El agotamiento también es un enemigo: te roba precisión, te nubla la mente, y en medicina eso puede costar vidas. La ayuda humanitaria necesita descanso programado tanto como necesita bisturís y anestesia”.

Dr Incertis junto a periodista Gazati/ Foto Instagram Dr Incertis

Los días y las noches se confundían. Algunos días atendía a decenas de pacientes, la mayoría con heridas de metralla, disparos, quemaduras graves. “El patrón de las lesiones hablaba por sí solo”, recuerda. Y a veces sonaba la alarma de “múltiples víctimas”. “Entonces aquello era inenarrable… A veces me he llevado broncas de mi supervisor por entubar a niños con daños incompatibles con la vida. Me negaba a pensar que no se podría hacer algo que, en el último momento, pudiera salvarles”.

La violencia no era el único enemigo. Las secuelas del hambre, la suciedad y el miedo llenaban las salas: infecciones graves, problemas respiratorios, corazones debilitados. Y siempre, la metralla. Raúl rememora un caso: “Una niña estaba en su casa, en la ducha. Se oyó una explosión lejana y, sin embargo, se desplomó en coma. Encontramos una perforación en el cerebelo de poco más de un centímetro. La metralla le atravesó el cerebro. Nadie había visto esa herida hasta nuestro reconocimiento”.

Trabajar sin electricidad fiable, con instrumental reutilizado y mascarillas lavadas una y otra vez era la norma. “Los pacientes en el suelo, por no tener alargaderas de oxígeno, no podían recibirlo. Eso te rompe por dentro”. Y a esa precariedad se sumaban decisiones imposibles: “A veces había que decidir quién tenía más posibilidades de sobrevivir y actuar en consecuencia. No es algo que se olvide. Pero así salvábamos muchas vidas cada día”.

El hospital era también un refugio improvisado. Familias enteras ocupaban salas, pasillos y suelos. Incluso en medio del caos, los cooperantes bajo el amparo de la OMS redactaban informes diarios: edades, tipos de heridas, proyectiles, tratamientos. Era la forma de preservar la verdad.

Raúl habla de la destrucción con serenidad, pero sus palabras cortan. “Trabajé en zonas donde prácticamente no quedaba un edificio en pie. La destrucción no es solo material: también es emocional y social. Pero nunca oí un insulto a Israel. Había dolor, pero no queja hacia el atacante. En alguna ocasión, cuando la rabia me hizo explotar, me rogaron que no siguiera así: que era destino, que su fe en el paraíso y en las buenas acciones de su vida les sostenía”.

Entre las escenas que no olvidará, está la de una madre y su hijo atravesados por la misma bala. O la del banco de sangre que, en una ocasión, recibió más de veinte bolsas de sangre y plasma donadas por familiares, enfermeros y médicos: “Allí saben que la sangre es oro”. También recuerda con respeto la pericia de los sanitarios locales: “Los residentes hacen de todo y lo hacen bien, cosas que aquí tardaríamos años en aprender”.

Cuando le pregunto por el futuro, es realista: “La paz no es solo el silencio de las armas: es que la gente recupere la confianza en que el mañana existe. El plazo será tan largo que afectará a una generación entera”. Reconstruir hospitales y escuelas llevará años. Y denuncia sin rodeos: “Las potencias, especialmente Estados Unidos, podrían parar este genocidio, esta limpieza étnica. Sin niños y sin jóvenes, Palestina muere rápido”.

Dr Incertis junto a un operado por él sacado de las ruinas de la foto/ Instagram Dr Incertis

Para Raúl, la salud mental será el gran reto: “Los niños llevan recuerdos que no deberían existir. Harán falta psicólogos, educadores, familias enteras volcadas en sanar. Los palestinos viven mucho del clan, de la unión troncal de las familias. Se apoyan mucho entre ellos”. Sabe que el trabajo de los médicos internacionales continuará “mientras haya necesidad y fuerza para ir”, pero advierte del riesgo del burnout: “El desgaste te quema rápido”.

Su filosofía es clara: “La vida vale más que cualquier otra cosa. Si uno puede salvarla, debe hacerlo”. Dice que su vocación nace de algo más profundo que su formación: de una educación en la que ayudar era lo normal. Por eso ha vuelto dos veces y volvería una tercera: “No puedo decir que me importan las vidas de los demás y quedarme en casa. Es una elección que reafirmo cada vez que recuerdo a las personas que he atendido”.

En lo espiritual, se declara “muy reconciliado con la humanidad”. No olvida la invitación de sus compañeros a rezar juntos, tres veces al día, sin distinción de cargos ni credos. “No supe qué rezar, pero agacharme y tocar la frente en el suelo como ellos me serenaba”. También encontró refugio en los libros: Millás, Bertrand Russell, lecturas que le abrían ventanas en medio del encierro.

De Gaza se trae imágenes de destrucción, pero también gestos de humanidad que le han marcado: “Familias que compartían su última botella de agua, vecinos que protegían a niños que no eran suyos. Esa risa que mantienen en medio del desastre no es frivolidad: es resistencia”.

Regresar a casa significa para él más que descansar: es volver a ser hijo, hermano, tío. Cuando su madre le dijo “Ya estás aquí”, no hizo falta más.

Raúl Incertis ha regresado con el cansancio marcado en el cuerpo y la certeza de que ninguna herida es tan profunda como la indiferencia. Su paso por Gaza es testimonio de que, incluso en el corazón de la barbarie, es posible sostener un hilo de humanidad. Él lo hizo con las manos manchadas de sangre y la mirada limpia de quien sabe que salvar una vida es salvar el mundo entero.

En sus palabras y en sus silencios queda claro que la guerra desgarra, pero también revela lo mejor de algunos seres humanos: la capacidad de cuidar al otro sin preguntar quién es, de compartir lo poco que se tiene, de mantener la risa como acto de resistencia. “La comunidad es más fuerte que cualquier bomba”, dice, y lo dice porque lo ha visto.

Su experiencia no es solo la de un médico en misión: es la de un hombre que encarna una verdad incómoda y luminosa a la vez —que en tiempos oscuros, la luz no viene de discursos ni de tratados, sino de personas concretas que deciden no rendirse. Y en ese gesto, humilde y rotundo, hay una lección que nos pertenece a todos: frente al odio, la respuesta posible es la vida; frente al genocidio, la única victoria es que todavía haya manos dispuestas a curar.

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