Hay un dicho popular que resume muy bien lo que estamos viviendo: “las mentiras tienen las patas muy cortas”. Inmersa en la instrucción judicial abierta tras los hechos de la DANA, se está demostrando que la verdad siempre encuentra su camino; tarde o temprano, termina imponiéndose, incluso cuando se intenta silenciarla.

Lo reprochable no es sólo que existan errores- que lo es-, sino la tentación de esconderlos. La negación sistemática, la falta de claridad en los relatos y las versiones contradictorias, no solo erosionan la confianza en las instituciones, sino que revelan una incapacidad profunda para asumir responsabilidades. En lugar de afrontar los hechos con honestidad, algunos prefirieron pensar que la presión mediática bajaría, que la indignación del momento se apagaría y que el paso del tiempo haría el trabajo de borrar preguntas incómodas.
Pero la sociedad ya no acepta ese viejo guion. La ciudadanía observa, contrasta y cuestiona. Y cuando percibe opacidad, empuja con más fuerza. La presión social que está acompañado esta investigación no es un capricho colectivo; es la expresión de un hartazgo acumulado ante la sensación de que demasiadas veces la verdad queda atrapada entre intereses políticos, estrategias de comunicación y silencios institucionales. Cuando la verdad finalmente emerge —como está ocurriendo— no solo deshace las mentiras, sino que deja al descubierto la fragilidad de quienes creyeron que podían manipularla a su antojo. La verdad duele, pero esconderla duele mucho más.
La ciudadanía ante esta catástrofe, ya no somos un público pasivo, esperamos transparencia, responsabilidad y coordinación. Lo que no esperamos —y mucho menos toleramos— es el silencio, la manipulación o el intento de desviar la mirada de errores que costaron vidas o agravaron la situación. Gracias a muchos medios de comunicación, y también a las redes sociales ayudan para amplificar cada pregunta pendiente y cada contradicción, haciendo imposible que algunos sostengan un relato construido sobre medias verdades.
La instrucción judicial avanza con paso firme, con la serenidad que la justicia exige, tal vez no con la rapidez de la indignación social, pero su existencia, ya es una derrota para quienes pensaron que jamás tendrían que rendir cuentas. Se equivocaron: la justicia puede tardar, pero no hay duda que se conseguirá determinar de forma rigurosa qué ocurrió, quién sabía qué, y si se actuó con la diligencia necesaria y debida.



















