La Barraca, romántico vestigio de l’Horta

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La barraca fue en tiempos la morada típica, genuina y tradicional del labrador valenciano. Hay quien remonta su origen a los tiempos del estado lacustre de nuestra huerta, -los más prestigiosos historiadores describen en origen el territorio que ahora ocupa la ciudad de Valencia y sus alrededores como una gran extensión cubierta de lagunas y marjales de menor tamaño- en que las habitaciones debieron estar construidas sobre estacas, a la forma y manera de palafitos, que serían reemplazadas por paredes de barro a medida que las aguas se fueron retirando definitivamente.

Cabe aclarar que esto no pasa de ser una suposición, aunque lógica: Todavía en los límites de la Albufera se conservan viviendas que, al menos en parte, se sustentas por pilotaje hincado en tierra. No es descabellado, por tanto, suponer que dicho concepto se aplicara a toda la zona en condiciones similares.

Por lo demás, la barraca es una de esas construcciones primitivas que se fabricaban exclusivamente con los elementos propios de la localidad. Si en el monte los serranos hacían de piedra sus albergues, en la huerta de Valencia, como en la de Murcia, los labradores construían sus chozas de barro, que era el material que tenían más a mano y pueden ser, por consiguiente, muy antiguas; tan antiguas como la existencia del hombre en la llanura de nuestra costa.

Lo que no cabe duda es que las barracas de la huerta, cuyo nombre suponemos de origen berberisco, fueron habitadas antes de la Reconquista por los musulmanes, y después por los moriscos y cristianos nuevos hasta la expulsión decretada por Felipe III de Castilla, tras lo que tuvieron que ser reeemplazados forzosamente por cristianos viejos aquellos conversos que, temiendo represalias de los agermanados, habían puesto en lo más alto de la entrada de sus chozas la señal de la cruz.


Cavanilles, en su obra ‘Observaciones’, volumen I, página 143, describe la barraca valenciana del siguiente modo:

“Su fábrica consiste en dos malas tapias paralelas de cinco pies de altura, sobre las cuales se levantan dos plano inclinados convergentes, cubiertos de cañas y enea, cuya reunión forma un caballete con dos alas. Hechas así las laderas y techumbre, ciérranse los frentes opuestos con dos tapias que suben verticales hasta el caballete, y en éstas se abren las puertas y ventanas.”

No es muy completa la descripción tratándose de un edificio condenado a desaparecer totalmente de nuestros campos, pero no han sido más explícitos los literatos que se han encargado de inmortalizar la rústica vivienda del labrador valenciano, encomiando sus excelencias los unos y haciendo resaltar sus defectos los otros, sin descender a detalles constructivos que, necesariamente, hubieran adocenado las obras literarias.

“Com la gabina de la mar blavosa

que en la tranquila platja fà son níu,

com lo nevat colóm que’l vol reposa

del arbre vert en lo brancatge ombríu;

blanca, polida, somrisent, bledana,

casal de humils virtuts y honrats amors,

la alegre barraqueta valenciana

s’amaga entre les flors”.

(Primera estrofa de La Barraca, por don Teodoro Llorente)

La base o planta de la barraca es siempre un rectángulo. Las tapias que menciona Cavanilles son paredes sin cimientos, construidas con adobes de tierra y tamo que, con ayuda del fango, se asientan de plano los unos sobre los otros, correspondiendo por consiguiente, a la longitud del adobe el espesor de los muros. Estos habían sido previamente fortalecidos con troncos de moreras, hincados en el suelo, puestos de trecho en trecho e invisibles, que a la vez sustentaban el armazón de la techumbre. Como quiera que la hincadura de tales troncos era la primera operación que practicaba el rústico alarife, la imagen del palafito surge muy pronto en la mente del erudito observador.

Las paredes de los frentes opuestos dejan lugar, en cuanto subían más allá de los dinteles, a un tejido de cañas, bien peladas, que consentía uniforme enjalbegadura. Los muros eran blanqueados con cal, la mejor coraza de su vivienda contra la humedad que habría terminado, de otro modo, ablandando los adobes y desmoronando la estructura.

Puertas y ventanas eran rectangulares; aquéllas abiertas una enfrente de la otra, y de generosas dimensiones, para que las brisas del mar cruzaran la estancia con holgura, y también para dar entrada a los animales e incluso a los vehículos -allá una tartana, allá un arado-, ya que la vida en el campo obligaba. Ventanas pocas y chicas.

Constituyen la techumbre dos grandes cañizos revestidos de mantos de albardín,  que es como se llamaba comúnmente a las brozas de la Albufera, perfilados con rastrojo y mantenidos por un armazón de viguetas y listones. Jamás faltaba en el ápice el signo de la Redención.

Tal es el aspecto que ofrece exteriormente la barraca valenciana cuando se ajusta al tipo común de nuestra huerta. Junto a ella se agrupan edificaciones accesorias que dependían de circunstancias determinadas: el emparrado, el pozo, los fregaderos, los bancos de mampostería, el jardincillo cercado de cañas, la pocilga, el establo, los corrales y otros aditamentos de la barraca solían relacionarse con la importancia del individuo que la habita.

El interior de esta poética morada es un arcano, a juzgar por el silencio de los escritores regnícolas; pero es pisar el umbral y un grato y acogedor ambiente de simplicidad nos subyuga. Todo está a la vista: un amplio corredor, de parte a parte, y a un lado el estudi, con el lecho conyugal, la cómoda y una mesita que se encargaba de justificar el nombre de la estancia; después, separado por un tabique, se veía 'el cuarto' que guardaba el sueño de las chicas casaderas; y en último término el hogar, en departamento abierto y asequible a toda la familia.

Una escala de madera, de las llamadas 'de barco', conduce a la andana, que es un desván con piso de cañas, seco, ventilado y espacioso, en el que se acostaban los hombres durante las noches frías, se despositaban las cosechas y antiguamente se criaba el gusano de la seda.

Claro está que había barracas más complicadas, algunas con cierto regalo de comodidades, pero éste era el tipo sencillo y humilde que, aparte de ser el más común, reviste las mayores trazas de antigüedad.

plano-barraca-valenciana

Cuesta extenderse en más concreciones sin temor a caer en errores. El estudio de la barraca, de sus muebles y utensilios, y costumbres de sus habitantes, exige un libro que debe escribirse pronto, muy pronto, antes que hayan desaparecido las huellas de esa rústica habitación, tan alegre como humilde, bendito hogar de gente sana, trabajadora y buena.

A principios del siglo XX se levantó una cruzada contra la barraca porque resultaba “inhumano consentir que una familia viviera a merced de un enemigo –nunca falta por desgracia- en albergue que una mano criminal y vengativa puede hacer pasto de las llamas con toda impunidad. ¡Qué costumbres tan patriarcales exigen esas chozas! ¡Qué esclavitud tan humillante la del ciudadano que a todos teme!”, exclama José Martínez Aloy en su escrito sobre la construcción típica valenciana.

Tal fue así el intento de acabar con las típicas construcciones valencianas que una normativa municipal de Valencia prohibió que se reconstruyeran las barracas caídas o deterioradas. De este modo, el consistorio se ahorraba las indemnizaciones y recursos  que no se tenían que hubiera supuesto una sustitución o renovación reglada. La decisión fue, sencillamente, dejar ‘morir’ las barracas por sí mismas.

Escribía don Maximiliano Thous en el Diario de Valencia la siguiente defensa de la barraca:

“Todo lo clásicamente valenciano va cediendo a extrañas influencias y lo poquito que nos queda están ya tan adulterado que apenas sí conserva vestigios de su primitivo carácter. Sólo la barraca, que también desaparece, conserva hasta los últimos momentos su típico aspecto, siempre alegre, blanquísimo, con la cruz en su remate. Vedla en el centro de esa calle urbana, rodeada de modernos edificios, sosteniendo valerosa sus antiguas trazas, sin admitir detalle alguno de ornamentación que desvirtúe su valencianísima apariencia”.

Así como los labradores y colonos han gozado en la huerta de Valencia una vivienda tan acomodada a sus necesidades como la barraca, los propietarios de las tierras –hoy burgueses y ayer señores, caballeros y prebendados- tienen también, para su regalo, unos edificios peculiares que reúnen excelentes condiciones de campestre habitanza; nos referimos a las alquerías, muchas en número, y algunas muy antiguas e interesantes, que diseminadas por la Huerta contribuyen a embellecer con sus románticas trazas el esplendente cuadro.

Nota: “Dozy se esfuerza con más ingenio que fortuna en dar a esta voz (barraca), así como a su sinónimo bārqa que, si bien se mira, es simple contracción de barraca, un origen berberisco. Simonet, siguiendo a Díez, Doeskin y Scheler, cree muy probable su procedencia del celta bar y de su derivado barra”. (Eguilaz: Glosario etimológico de las palabras españolas; Granada, 1886)

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